Un país dentro de una terraza

Un país dentro de una terraza

No iré yo de monja de clausura afirmando que me desagrada tomarme un refrigerio en una terraza. La vida tiene sus placeres y este es uno.

Ahora bien, el furor terracero se ha apoderado de nuestras almas, convirtiéndonos en animales primitivos que luchan en la jungla del postureo. Enseñas colmillos, arqueas el lomo o ya directamente te pasas al insulto o a montar un pollo como Dios manda. Cualquier signo de intimidación será lícito siempre que el adversario perciba tu agresividad. La única mesa que queda libre es tuya y estás dispuesta a todo.

Desconozco con exactitud cuál ha sido el desencadenante de este auge sin precedentes. Cierto es que la Ley Antitabaco sentó las bases de una nueva forma de ir de bares: se podía optar por sentarte en un tinglado que se erigió como el buque insignia de dicha ley. Aquel tenderete agudizó el ingenio de muchos propietarios y reconozco que llegaron a montarse rincones difíciles de definir. No era una terraza porque tenían cuatro paredes, no era un reservado de interior, ya que tenía una puerta por la que entraba un viento procedente de Escandinavia.

¿Qué era aquello, pues? Nadie lo sabrá nunca. Pero poco a poco este espacio de nombre basculante -zona de fumadores/ semiterraza- se fue convirtiendo en un lugar con más comodidades que las que tú tenías en tu casa: mantas, estufas, cojines forrados de lana e hilo musical. Pronto se convertiría en una zona de jolgorio. ¿Quién preferiría quedarse dentro?

YO.

Siempre he pensado que debería mejorar en eso del hedonismo.

Retomando el tema, hoy en día las terracitas son un motivo más dentro de un programa y campaña electoral. NO TERRAZA, NO WIN; ya lo hemos comprobado. 

Las terrazas también han cambiado nuestros horarios de actividades diarias, han modificado incluso el termostato corporal del ser humano. En mi pueblo, estamos a un tris de mutar genéticamente en animales de sangre fría. ¡Me pido ser camaleón! Qué envidia poder hacerte el longuis cuando se acerca alguien que te cae como un tiro. Desde luego, algo ha ocurrido algo en el campo de la biogenética, porque mucha gente (hace que) disfruta en terrazas situadas en lúgubres callejuelas ahogadas por las corrientes endemoniadas del casco antiguo. Y ahí están todos, sentados y encogidos. Con la barbilla casi en las rodillas pero con cara de autoerigirse el más molón, el jefe del moderneo.

Así me ha ido en la vida. ¿Molona? Cero. ¿Estrella del mundo indie? Saldo negativo. ¿Tendencia a la pantufla y al viejunismo? NOTABLE ALTO.

Esta pasión por la terraza ha provocado que la ciudadanía esté multiinformada sobre la previsión metereológica. Tanto los profesionales de la hostelería -obvio-, como el resto de la población organizan su fin de semana terraceamente hablando. Así, en caso de nubes agoreras, el cliente medio decide actuar como si se acercara la época de los monzones indios, por lo que se encierra en casa cual habitación del pánico y, tras haber hecho una compra como para tres meses , permanece sin salir de su cubículo. Al final solo ha lloviznado de cuatro a cinco de la tarde, suficiente motivo para no bajar a la calle en todo el fin de semana.

Porque, si el tiempo no es el adecuado para una cañita en la terraza, ¿qué sentido tiene deambular por la calle? ¿Qué somos, zombis? ¡Salir a caminar! ¿A quién se le ocurrirán esas cosas?

Por lo de pronto, mi pueblo no se está expandiendo gracias a este apogeo del balconeo y terraceo, sino que lo que se están expandiendo son los metros cuadrados de las terrazas, que empiezan en la propia puerta y acaban dos negocios más adelante; por ejemplo, en la entrada de una farmacia. Que oye, ideal; mientras haces cola para comprar el antitusivo, te sientas a tomar una cañita, y para cuando hayas entrado ya se te ha pasado el catarro, la flema y el hasta el tedio por la vida.

Aun así, encuentro que alargar la zona de tu terraza hasta el pueblo vecino es una opción un tanto turbia. De nada sirve que disminuyan el número de mesas hasta el 50%, si se empiezan a insertar mesas-fake tales como TABURETES, MESILLAS DE NOCHE o BANQUETAS DE LA ABUELA, alargando así la terraza hasta la siguiente comarca.

Consecuentemente, las aceras, ese antiguo camino por donde pasábamos los viandantes, se han convertido en un circuito con más curvas que el Rally de los Mil Lagos. De hecho, se han colocado sobre ellas tantas señales de circulación que hay algunos que se han matriculado en la autoescuela. Yo, sin embargo, me he apuntado a caminar por la carretera, ahora mismo me da pereza estudiar el código de circulación de aceras.

Por otro lado, existen terrazas provistas de toldos burbuja para que no entre aire por ninguno de los cuatro puntos cardinales. Y se juntan varios, parece el mercadillo del pueblo. No será la primera vez que pido unas bragas en vez de una Cocacola.

Son tiempos complicados para este sector, pero no es el único que pasa penurias. Cerca de mi casa hay un negocio de fotografía que, al igual que todos ellos, se nutre de bodas, comuniones y eventos similares. Todos los días paso delante de su escaparate y me encuentro al propietario fumándose un piti en la puerta. Me saluda levantando las cejas, encogiéndose de hombros como diciendo “Es lo que hay”.

Lo mismo ocurrirá con los empresas de organización de eventos, cines, teatros, modistas, museos, círculos culturales, floristas o pequeñas zapaterías.

Espero que la fuente de riqueza de este país se diversifique. Lo deseo de verdad. Somos más que unas cervecitas al sol.

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